Vida del emperador Carlos V día a día

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Hay meses en la vida del emperador Carlos V que fueron un erial en cuanto a actos, actividades, etcétera; y más conforme pasan los años. En los primeros hay una abundancia de correspondencia, de cartas que ponen de manifiesto una actividad febril; y todo lo contrario conforme se aproximaba al ocaso de su vida.

En ocasiones permanecía en un lugar, y en otras iba de un lugar a otro cual baúl de la Piquer. Diciembre es uno de esos meses; porque las cosas estaban más tranquilas bien fuera por la cosa del tiempo —liarse a hostialidades por esas tierras del imperio, que las hubo, no era lo habitual—, bien porque se acercaba la Navidad, que por entonces se celebraba sin tantas alharacas ni artificios lumínicos como ahora. Así que, por citar alguna cosa, el emperador Carlos V se encontraba en Bruselas el día 11 de diciembre de 1543. Ese día asistió a la entrega de premios a los participantes en el torneo a pie que se desarrolló el día anterior, que compartieron nobles como los condes de Egmont y de Mansfeld y el señor de Trezegnies y “muchos aventureros”, tal y como reseña Foronda y Aguilera en su repaso a la vida del emperador. Por citar, los premiados fueron el duque Camerin, que fue el mejor en el torneo de lanza; Diest, en el de espada; y el conde de Egmont en el de conjunto —o sea, el puto crack—.

Pero ayer, como conté el problema que tuvo el emperador con la gota, me preguntaron por más asuntos relacionados con su salud. Para quien esté interesado, el médico y escritor Víctor Guerrero Cabanillas publicó en 2009 un maravilloso y detallado artículo —Enfermedades y muerte de Carlos V— en la Revista de Estudios Extremeños. En él enumera las enfermedades que sufrió el emperador a lo largo de su vida, y la verdad es que, en lo tocante a la salud del colega, como que malamente tra tra. A modo de resumen, y con la documentación que existe, la lista de enfermedades y dolencias asusta:

  • Prognatismo. Verle comer, como dije ayer, era lo más parecido a asistir al banquete de una jauría de hienas devorando un antílope. Más cuando lo de los cubiertos en aquella época, como que lo justo y necesario. El trinchete para la carne, cucharas y canutillos de plata con los que sorbía los líquidos, y para de contar. Así que no es de extrañar que engullera sin apenas masticar. Con lo que esas digestiones, para verlas.
  • Herencia depresiva familiar. Depresión crónica: su abuela materna, Isabel, era “una reprimida recalcitrante”, como dice de ella Víctor Guerrero Cabanillas, que prefería ser temida a ser amada; y su madre, Juana, pobrecilla ella, heredó las depresiones de su madre que luego pasaron al hijo.
  • Enfermedades infantiles: partiendo de la base de que nació en un váter al que su madre entró pensando que le estaba pegando un apretón —el parto, no obstante, fue normal—, apego y cariño conoció poco desde bien crío —el padre, que se ocupaba de él, la palmó pronto; y de la madre, ya he hablado líneas más arriba—, criado para ser lo que iba a ser. El abuelo paterno, Maximiliano, consiguió enderezar un poco la cosa y se ocupó de él. Luego, sarampión y paperas. Cosas de críos, vamos.
  • Rinitis y asma alérgicos. Lo primero, en su caso, se tradujo en voz gangosa. Como Arévalo contando chistes más o menos. A lo segundo, en forma de ataques, le tenía más miedo que un labriego a un nublado. Tuvo unos pocos a lo largo de su vida, con lo que en ocasiones era lo más parecido a Darth Vader.
  • Dispepsia, estreñimiento y hemorroides. Comiendo como comía —desordenado y todo lo que pillaba—, ¿qué se puede esperar? Al final de su vida ya no se pegaba los banquetazos de antaño, pero el daño ya estaba hecho con el bagaje alimenticio conseguido hasta entonces. Así que tomaba todo tipo de purgantes —de maná, de ruibarbo, píldoras de alefanginas…—. En cuanto a las hemorroides, pues es lo que tiene abusar de las especias para darle sabor a la comida.
  • Jaqueca. Por suerte para él, los ataques de este tipo se fueron espaciando en el tiempo.
  • Paludismo. Poco más que añadir, porque la palmó por culpa de esta enfermedad. Un mosquito le puso a criar malvas, para no abundar más en el asunto.
  • Gota. Ya me explayé sobre el particular ayer.
  • Ictericia y fiebre episódica recurrentes. Se cuenta que sufrió un par de episodios, sin fiebre eso sí, debido a los medicamentos que le administraban. Por culpa de uno de aquellos ataques tuvo que guardar cama. Curiosamente, le vino tras uno gordo de gota en 1547 estando como estaba en Augsburgo.
  • Prurito de mmii sin filiar: de joven, se pegó una piña montando a caballo, y eso le provocó un gran hematoma en una pierna, del que se negó que le trataran. Y, claro, se le complicó la cosa. Incluso llegó a decirle a su mujer por carta en 1532 que «“yo he estado con comezón en las piernas y en otras partes del cuerpo y vino a los ojos […] pero ya se va despidiendo de todo punto y estoy bueno […]».
  • Diabetes mellitus. Ahí hay controversias entre historiadores y expertos. Unos dicen que padeció diabetes sacarina por culpa de lo que se metía para el cuerpo y otros que no.
  • Litiasis renal, cuyo origen parece ser la gota —joder con la puñetera gota—. Se cuenta que él mismo, tras instruirle los médicos, cuenta Guerrero Cabanillas, pudo arreglar el asunto mediante «la introducción de candelillas —una goma— como sondaje vesical, para restablecer por sí mismo el flujo excretorio de orina resolviendo obstrucciones uretrales provocadas por cálculos enclavados».

Así que para veáis cómo estaba el amigo al final de sus días. Para pocas coplas, para qué decir lo contrario.

Víctor Fernández Correas
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Escribo en mi tiempo libre en lugar de echar migas a los patos. Rojiblanco. Y también hago migas extremeñas. Me salen cojonudas. Email: contacto@victorfernandezcorreas.com

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