Tal que el 7 de febrero de 1518, el nuevo rey de Castilla —todavía llevaba la L en la espalda—, o sea, el futuro Carlos V —ya Carlos I— juró los Fueros de Castilla en Valladolid. Fue en las Cortes que se celebraron en el Colegio de San Gregorio, junto a la iglesia de San Pablo —maravilla aquél, maravilla ésta. Visitas obligadas—. Vale. Pero el asunto tuvo su miga, y si me permitís, el pan entero.
Carlos llegó a Valladolid después de pegarse un viaje por esos montes, caminos y senderos que la naturaleza ha obsequiado a este país. Viajecito que duró unas pocas semanas y que fue para verlo. Venía acompañado de gente muy flamenca —naturales de Flandes. Por especificar; y también por su manera de actuar. A la suya. Muy suya— que asustó, enervó y escandalizó —según cada cual— a más de uno y de dos en Valladolid especialmente, que fue donde más tiempo permaneció la comitiva que acompañaba al nuevo rey.
Y es que la cosa no empezó lo que se dice muy recta para él, ni mucho menos. Ya criando malvas su abuelo, Fernando, y ante la incapacidad de su madre —de lo que, como siempre, habría que hablar largo y tendido—, dijo que él era el rey de las coronas de Castilla y Aragón. Punto. Y todo ello, desde su Flandes natal. Con un par. ¿Qué pasa? Como era de esperar, se le levantaron en armas aquí y allá. Que menuda vergüenza, que quién se creía que era el colega, que menudos humos… Total, que después de un viaje de los de época, como todos los que emprendió en su vida, se presentó aquí para decir que esto es mío y punto en boca todo el mundo. Y, claro, se lio parda.
Para empezar, de castellano no tenía ni las más repajolera idea; para seguir, hubo más de un dime y direte por eso de que un extranjero —Jean de Sauvage. Ojo, que sauvage en francés significa salvaje. No es coña— presidiera las Cortes; y para finalizar, de la cantidad de peticiones que se le dirigieron —88 en total—, entre las que figuraban que no otorgase cargos públicos, ni dignidades eclesiásticas ni tampoco cartas de naturaleza a extranjeros, o que se respetara más a la reina Juana —para eso era reina— cumplió las justas, y por ser elegante con él. No se las pasó por el forro de la entrepierna, pero casi, casi.
En fin, que jurar los Fueros, los juró. Luego la cosa se embolicó, volvió a Valladolid para pedir perras para eso de ser emperador, que quería serlo, y le contestaron que se subiera al dedo índice inhiesto y se pegara un baile encima de él.
Y se lio la que se lio.
Esas cosas de la historia.
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